Si hay alguien entre el público
que no conozca el arte de amar,
que lea esta obra y,
cuando se haya documentado leyéndola,
que ame.
Ovidio, Arte de amar. I.
I
Será tal vez la lluvia la que me inclina hacia la melancolía. Hace años que aquí llueve sin cesar; quizás no es la lluvia sino la propia naturaleza del hombre la que hace que necesitemos contar más tristezas que alegrías.
Un día como hoy, como ayer, húmedo y gris, nació una niña. Esta pequeña tenía un espíritu sensible y crédulo, débil y vulnerable. Nació triste y con lágrimas en el corazón.
Sí, digo bien, en el corazón, porque se la escuchó llorar pero no derramó ni una sola pena, como si supiera que su alma era líquida y temiera perderla.
A pesar de su naturaleza extraña era la alegría de la casa. Tenía una risa contagiosa y hacía divertir a todos.
Sus padres estaban orgullosos. Helena, ese era su nombre, era brillante en todos los aspectos: excelente alumna y buena hija; no se puede pedir más.
El tiempo pasó muy rápido. Pronto se convirtió en una mujer. Sin llegar a ser bella llamaba mucho la atención, era atractiva, misteriosa, callada y solitaria.
Su mirada se perdía en el infinito. Sus ojos se fundían con el espejismo de la nada; era un ser tan transparente que no parecía de este mundo.
Cuando lograba que apartara la vista de ese abismo y se posara sobre mis ojos, sentía que el suelo se abría bajo mis pies. Un vacío me invadía el estómago y los sentimientos de amor, compasión y deseo hacia ella eran tan fuertes que se me tornaba inaguantable sostener su mirada.
Aunque trataba de endurecer su espíritu y tomar una actitud de indiferencia hacia el dolor, no lo lograba pues su natural bondad se manifestaba por cada poro de su piel. Su embriagador perfume olía a pena; mirarla era amarla.
Caminaba con pasos firmes pero sus pies nunca tocaban el suelo; su levedad y su fragilidad eran ¡tan exorbitantes!; parecía que podía caer muerta de un instante a otro.
Nadie la conocía muy bien. Era tan clara que resultaba impenetrable; su sola presencia era perturbadora.
II
Yo la amé con toda mi alma desde el primer instante en que la ví, pero jamás me atreví a acercarme. No encontré nunca una excusa lo suficientemente buena como para alterar su paz.
Me moría de celos cuando la veía hablar con otras personas ¿Hablarían realmente con ella o era yo el que imaginaba esa situación? ¿Por qué los otros no le temían? ¿Existía Helena realmente?.
Estaba seguro de no haberla conocido antes de verla por primera vez, pero sabía todo sobre ella: lo que sentía, lo que imaginaba.
Me pasaba horas pensándola, deseando verla, planeando la manera de acercarme, buscando un motivo. He estado noches enteras sin dormir, soñando despierto lo que estaría haciendo. Leía libros enteros sin recordar una sola palabra.
Estaba completamente obsesionado. Todo me recordaba que ella existía; toda mi vida estaba relacionada con la suya.
Iba a los lugares donde sabía que podía encontrarla, deseando que fuera pero que no estuviera allí. Quería verla pero no mirarla; me moría de miedo con sólo pensar que llegara a observarme un segundo. Temía morir de emoción o perder el control y caer desmayado a sus pies. No sabía si pedirle piedad o protegerla.
La fuerza de estos sentimientos contrarios creaban una tensión tan intensa que muchas veces imaginé volverme loco si no la tenía.
Los años pasaban y yo seguía pensando en Helena. Helena y Helena. Todo era ella. Después de meses de no verla me ilusionaba con olvidarla pero no, no podía. ¿Cómo olvidar a la mujer que me hacía sentir vivo? ¿Y si ella me recordaba? ¿Se olvidaría de mí si yo me olvidaba de ella?
Cada vez que me despertaba sin pensarla sentía un vacío en mi alma.
Olvidarla era matarla. El olvido es devastador. Donde él vive, las almas no mueren nunca de pena; se suicidan a causa de la soledad.
Es la razón la que impone el olvido y hace que el amor muera. Mi mente intentaba evitar el olvido, pero perdía también la razón, lo único que poseía era su recuerdo. Necesitaba su mirada en mi alma para seguir vivo pues prefiería morir de tristeza antes que olvidarla y morir de soledad.