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Final de un ciclo - La despedida

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 Estaba atardeciendo en Los Cardales. Un bullicio de niños, padres y maestros se abalanzaba en las instalaciones del club.

Dentro, las mesas esperaban la presencia humana en perfecto estado de limpieza. Globos, adornos, serpentinas, moños. La fiesta de fin de curso en todo su esplendor. Séptimo Grado se despedía de la primaria.

El sol quería aferrarse al horizonte en moribundos destellos rojizos; pero un cielo azul noche, poco a poco, ahogaba los intentos.

Irremediablemente moría la tarde. Los duendes de las sombras corrían desesperados desde el poniente a ocupar su milenario lugar.

Pero el salón del club era un volcán en luminosa actividad

Risas y voces chocaban contra las paredes. El maestro de ceremonias dio la bienvenida. Apenas podía escucharse una melodía de fondo.

Nosotros deambulábamos saludando a uno y otro invitado. Sin embargo cada compañero mío estaba con su familia ocupando individualmente su mesa.

Yo estaba solo.

 

 Las cosas en casa no andaban bien. Por entonces la salud de mi padre había desmejorado. Un golpe de presión arterial aquietaba su trajinar por el pueblo… y sus sueños. Mi madre desmoralizada por eso y los crecientes problemas económicos no tuvo deseos de acompañarme. Era comprensible.

Fui sin un peso en el bolsillo. Me había puesto un pantalón de mi hermano Raúl y una camisa de color blanco que se había olvidado mi primo Edgardo en las vacaciones de invierno. Me quedaba grande por todos lados.

La alegría era contagiosa y me envolvía, pero, de a ratos, recordaba la realidad de mi familia y me cubría una nube de pensamientos tristes.

Carmelo, como siempre, notaba en mi cara los problemas y me invitó a compartir su mesa. Estuve un rato con él. Pero vi que una chica, hija de un ferroviario del pueblo, se sentó a conversar animadamente con el “Tano”, entonces me retiré.

Estaban todos tan hermosos. Chicos y chicas. Las niñas, que ya eran casi adolescentes, se habían pintado prolijamente los ojos y los labios. El pelo suelto, vestidas impecablemente, eran semejantes a modelos de una revista de modas.

Algunos de mis compañeros llevaron saco y corbata. Parecían estudiantes de la secundaria.

Había un mostrador donde los clientes del club, o socios tal vez, tomaban sus copas, sentados en unas banquetas altas. Observé una libre y me acomodé mirando hacia donde estaban mis compañeros eternos, sus familiares y el resto de la gente.

De a poco iba identificando los rostros que parecían distintos. La vi a Pelusa con su carita redonda y recordé cuando me sacó la lengua aquel primer día de clase.

Julián hablaba y sonreía con un aire señorial, propio de los triunfadores de la vida. Memoricé las bicicleteadas junto a él por los caminos de tierra.

Zulma, rodeada de pretendientes, estaba, como siempre, esplendida. “Si hubieras leído la cartas de amor que te escribí, muchachita”, pensé entre mi.

Ana María y María Inés estaban juntas, como quizás, lo estarían siempre, unidas en alma y espíritu, luchando en la vida.

Huguito, mi protector, manifestaba un rostro serio, de hombre de negocios. Su conversación con uno de los padres parecía interesante.

Carmelo insinuaba un noviazgo. Ya sería difícil invitarlo a jugar un cabeza a cabeza al lado del kiosco.

Daniel y Rubén, todavía chiquilines, andorreaban por las mesas, bebiendo gaseosa de un vaso y de otro descaradamente. ¡Como los amaba! Como necesitaba de su inocente diversión.

Susana, cruzada de brazos, alzaba su cabeza observando todo a su alrededor. Como si estuviese controlando que la fiesta se desarrollara normalmente.

En fin, cada uno esbozaba un brote de personalidad que iría desarrollándose con el tiempo.

Estaba sumido en esos pensamientos, cuando siento que me tocan la espalda. Me doy vuelta y era el cantinero del club.

-¿Qué vas a tomar, pibe?, -dijo mientras pasaba la gamuza sobre el mostrador.

-Nada, contesté, -no tengo plata.

-Entonces dejá el lugar para otro, andate a tu mesa, -replicó sin dejar de pasar la gamuza.

-Bueno, dije, y me levanté.

Comencé a caminar por alrededor de las mesas con mis manos en los bolsillos. Me sorprendió la voz de una maestra que invitaba a los padres a recibir los certificados de sus hijos. No me interesaba. ¿Quién lo recibiría por mí?

Salí fuera del club. Vi la calle larga que iba hacia la última morada de mi familia en Cardales. Avanzaba como atraído por las luces de los autos. Miré hacia atrás escuchando el griterío de la fiesta. Lentamente me fui alejando.

Recordé que una sobrina de mi padre lo estaba convenciendo para irse a otro campo, unos cien kilómetros al sur de Cardales, el lugar se llamaba Cañuelas. Había allí trabajo en una estancia.

Papá venía postergando el asunto por su enfermedad, pero yo estaba seguro que, ni bien se aliviara, allá iríamos. Cañuelas… ¿cómo sería Cañuelas? Pese a todas las malas experiencias de don Roque, me agradaba ese nombre, Cañuelas.

Pensando en todo eso ni me di cuenta que había hecho varias cuadras. ¿Volver a la reunión?, ¡me moría de ganas!, pero algo en mi se negaba. Es que todo indicaba que un ciclo de la vida había terminado y lo peor… es que me daba cuenta.

Entonces la idea que nunca más estaríamos juntos en el aula de la escuelita 11 me atormentó. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Los brazos dejaron crispar las manos, como juntando fuerzas para cobrar ánimo, compostura… pero las piernas me temblaban. Comprendí que la situación era irreversible.

Me decidí definitivamente a regresar a casa. Mi padre estaba levantado y planeando con Armando no se qué cosa acerca de la castración de unos novillos.

-No, papá, -decía Armando, -eso hay que hacerlo más al invierno.

-Entonces se dejaron estar ¡que caray!, -agregó mi padre, -van a ser toros cuando llegue el tiempo de yerra.

-¿De qué hablan mamá?, le pregunte a Doña Aurelia que, con la vista baja, amasaba lo que luego se convertiría en panes caseros.

-Del trabajo en una estancia, -contestó mi madre.

-¿Qué estancia?, pregunté sorprendido.

Mi madre seguía amasando, de pronto se detuvo, suspiró y dijo:

-¡Ya lo convencieron a tu padre!, nos vamos el miércoles.

-¿Adónde?, exclamé, casi sabiendo la respuesta.

-A Cañuelas, -dijo mamá resignada dejando descansar sus manos sobre la masa informe de harina y levadura.

Estaba todo dicho. El miércoles corrió hacia nosotros. Un camión de hacienda nos trasladó aquella tarde.

Sentado junto a la ventanilla, observaba sobre mi izquierda el pueblo que me vio nacer y crecer. Ansiaba ver alguno de mis compañeros. Ni siquiera pude despedirme.

De lejos alcancé a divisar el techo de la estación y la arboleda en la esquina donde estaba el kiosco de Carmelo. Recordé todo, todo lo que pude. Pero todo me parecía poco.

Vi un grupo de muchachitos jugando a la pelota en la calle Maipú, frente a lo del “patón” Sosa. Me imaginé en medio de ese “picado”. Pero el camión siguió avanzando.

Atrás quedaban el boliche de Don Julio, la estancia La Escondida, el sulky, el ñato, el potrero del Raver y, sobretodo, mis compañeros, mis amigos del alma.

En ese momento, comenzó a seguirme, para siempre, un duende niño que se nutre de nostalgias.

Esté donde esté, ese duende aparece vez tras vez, y me atrapa el corazón para devolverme la niñez.

Vuelven a brillar los girasoles mágicos y el sol me ilumina los ojos como cuando nací.

Siento el galope tendido del caballo criollo de Cirilo Montenegro.

Sé que mi padre, debe estar en el boliche de Don Julio rodeado de amigos…y de sueños.

Mi madre me llevará en el sulky, al ritmo cansino del “Ñato” hasta la escuelita 11 y se que allí estarán, formando fila, mis queridos compañeros de la infancia;

La infancia eterna, única e inolvidable que vivimos bajo el cielo cristalino y puro de Los Cardales.

 

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Autor: JORGE LARROQUE
Enviado por joaquinpoeta-01 - 08/07/2013
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