El 11 de enero nació mi hija, con una pequeña anomalía, tiene los labios y el paladar hendido. Mi querido y fraternal hermano Bernardo le escribió esta carta que quiero compartir con ustedes.
Pedro Juan Caballero, 11 de enero de 2007.-
Hola Gloria Natalí:
Hoy en la mañana desperté, y pude oír a los pájaros cantando. Entonces me detuve a deleitarme con la celestial música que entonaban. Estuve disfrutando de esa melodía con los ojos cerrados. No supe identificar que pájaros eran los que estaban cantando. No pude con mi curiosidad. En ese momento decidí levantarme. Salí al jardín de mi casa y noté que aún no había amanecido.
Todo estaba aún oscuro, pero percibí que pronto amanecería porque en el horizonte repuntaba el alba. Como estamos en verano me dije que faltaría algunos minutos para que sean las cinco. Los pájaros seguían cantado. Ahora eran más y como no pude verlos me dije que estarían todos escondidos en el follaje de un frondoso árbol que da al fondo de mi casa.
Ahora el sonido era armónico y sublime. Son canarios, pensé. ¿Pero? Yo conozco el cantar de los canarios. No son canarios!. ¿Serán ruiseñores? ¿Cómo será el canto de los ruiseñores? ¿Será que el cantar de los ruiseñores es tan excelso, tan alegre y lleno de colores? ¿Será que son pájaros los que están cantando?.
Pude ver que un diáfano rayo de sol partía en dos la noche y daba inicio al amanecer. No tendré que esperar mucho para ver que asombrosas y extraordinarias aves estaban cantando. Cada vez eran más, y la sinfonía era cada vez más alegre, más vivaz, pero no tenían el bullicio de las aves. Era un coro. ¿Será que anunciaban el despuntar de la mañana? Me puse mezquino y ahora quisiera encerrarlos en una jaula y escucharlos todos los amaneceres.
Sentí una suave y fresca brisa pero las hojas de las plantas y los árboles no se movían. ¿Qué hora mágica era esa? Como un soplo creí ver hadas y duendes paseando por el jardín. La melodía llenaba el ambiente, hasta me pareció que podría abrir los brazos y volar dejando un destello de chispeantes luces a mi paso.
La melodía era intensa. Aún no amanecía pero podía ver las transparentes alas y el fulgor de las varitas de las hadas. Ahora podía ver los coloridos gorros de los duendes y el lozano brillo de sus ojos. De pronto todo estaba claro y diáfano. En ese mágico jardín brotaron flores y la brisa tenía una angelical fragancia.
Entonces pude ver. No eran canarios ni ruiseñores. Era un coro de Serafines y Querubines los que cantaban y ejecutaban sus celestiales liras. Al fondo una intensa luz sonreía y yo… en verdad estaba volando. Una inmensa alegría me inundaba y me dije que quisiera que todas mis mañanas, que todos mis amaneceres fueran así.
El jardín estaba en las nubes, todo se movía, todo volaba. Ahora la luz brillaba dentro de un inmenso castillo de techos celestes, paredes blancas con ventanales y grandiosas puertas. Estaba rodeado de soles, lunas y estrellas. Cometas y arco iris adornaban su enrededor. Centenares de ángeles se unían con sus largas doradas trompetas al glorioso coro.
Todo era intenso pero al mismo tiempo suave y sublime. Todo estaba resplandeciente, pero no perdía una inmensidad de tiempo parpadeado y dejar de disfrutar un solo instante ese divino limbo donde había entrado.