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LOS DELIRIOS DEL AMOR

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ESTAMPA ÚNICA:

ESCENA PRIMERA:

 

Interior del castillo de la princesa, a la que encontramos sola, sentada al lado del fuego, donde crepitan las llamas entre la leña, en un butacón señorial de decoración sobria. La piedra rosada del interior queda desnuda y pueden verse claramente los sillares y el sillarejo. Tras la ventana, cerrada, se ven los montes nevados y se escucha el gemido del viento, dando golpes en el ventanal. La princesa viste blancos vestidos, riquísimos, según el gusto de la moda del siglo XV. Frente a la chimenea, una puerta practicable.

 

PRINCESA: Por los males del amor

Una mujer desdichada

Se siente desconsolada

Y dejada del favor.

 

Pausa. La princesa exhala un hondo suspiro.

 

Sí que es raro ese licor

Agridulce aunque sabroso,

Quién sabe si venenoso

Que se sirve, traicionero,

Como apetito ligero

O refrigerio gozoso.

 

Breve pausa.

 

Llora un alma de mujer

Por lo que le niega el niño

Que quiebra el traje de armiño

Con su flecha y su poder.

Pero no puede doler

Esa flecha desgraciada,

Sino sólo la punzada

Que, llegada al corazón,

Arrebata la pasión

De la dama enamorada…

Quién pudiera consolar

Esta tan honda tristeza

Y sentir como certeza

El privilegio de amar.

 

De pronto se levanta y se dirige hacia el fuego.

 

Pero todo ello es soñar,

Que no es fiel ni amigo regio

El amor que en privilegio

Quiere volver a trocarse,

Quizás para contentarse

Como raro florilegio.

 

Atizando el fuego.

 

Quiere al duque el alma mía

Con todo su frenesí,

Porque, desde que lo vi,

Toda yo soy osadía.

Nada ya mi pecho enfría

Ni acalora mis amores,

Que, en este jardín sin flores,

Vivo penando tristeza,

Pena, desidia, pereza,

Indiferencia y dorolores.

 

Volviendo a sentarse en el butacón.

 

Y, con llegar la alborada,

Que del sueño me despierta,

Miro la ventana abierta

Y no es bella la nevada,

Ni lo es la tierra escarchada

Donde cuajan los granizos

Y el hielo, cuyos hechizos

Hieren con fuego mi pecho

Con el coraje y despecho

De los vientos invernizos.

 

Arrellanándose en el asiento.

 

Y es que, en este apartamiento

Privado de todo amor,

Es insufrible el calor

Del hielo, el aire y el viento,

Pues soportar el tormento

De la ingrata indiferencia

Colma toda la paciencia

Y derrota al más plantado,

Que el amor me ha envenenado

Con su falta de indulgencia.

 

Breve pausa.

 

Qué dichosos los villanos

Que no sienten el dolor

De los desdenes de amor

De los regios soberanos,

Que, aunque, como son humanos,

No les falta el buen querer,

Adoran a la mujer,

Sin sentir estas pasiones,

Porque nobles corazones

Sólo pueden padecer.

 

Vuelve a levantarse. Paseando en círculos.

 

Qué rara tribulación

La que, en fin me desconcierta,

Que el alma siento ya yerta

De esta desesperación.

 

Exhalación de otro suspiro.

 

No es soberbia ni ambición

Lo que el alma mía empuja.

Yo sólo sé que me embruja

Una rara expectativa,

Cuando la intención esquiva

Al noble duque dibuja.

 

Pausa.

 

Pero no me habrá olvidado.

Tal vez esté con el rey,

Tratando asuntos de ley,

De política o de estado.

 

Voviendo al asiento.

 

La promesa que me ha dado

Bien sé que la cumplirá.

Digo que no mentirá

Cuando su amor me promete,

Cuando, fiel, se compromete,

Porque sí se casará.

 

Sentándose.

 

Pues ¿no había de quererme

El buen duque mi señor,

Si me promete su amor

Y dice que ha de tenerme?

Pero parece que duerme

Cuando su correspondencia

Pospone sin diligencia,

Sin piedad a mis alientos

Con estos requerimientos

Que en mí produce su ausencia.

 

Un bostezo leve. Se despereza.

 

No hace mucho aquel escrito

Me mandó por un criado.

¡Y qué escrito tan logrado!

 

Pausa muy breve.

 

La poesía contenida

En sus líneas vino en verso,

Con un saludo perverso

Para helar los corazones,

Que encendido de pasiones,

Selló su amor al reverso.

Y como él es tan galán,

Tan fino y tan educado,

Sin presumir de letrado,

Quiso decir un refrán.

Este su amor un volcán

Es, como gran maravilla,

Porque su alma sencilla

Engendró tal pensamiento

Que me causó gran contento

Sólo con una letrilla.

 

Yendo ahora hacia la ventana.

 

En fin, que penando vivo

Aunque el alma se me parta,

Siempre esperando la carta

De aqueste varón esquivo,

Que me escribe, pensativo,

Pensamientos amorosos,

Cuando no son enojosos

Esos reproches de ausencia

Que lo colman de impaciencia

Con sus verbos recelosos.

 

ESCENA SEGUNDA:

 

Entra la doncella.

 

DONCELLA: Alteza, traigo un mensaje

Que os acaba de llegar,

Y es del duque de Melgar,

Que la manda por un paje.

PRINCESA: Siempre me ha dado coraje

Esa violenta pereza

Con la que muestra aspereza

El duque con su tardanza.

Vamos, acércate, alcanza

La carta a mi diestra mano.

 

La doncella le da la carta.

 

Siempre mostrándose ufano,

Jugando con mi esperanza.

 

La doncella se sienta en un taburete incómodo, próximo al butacón, a un gesto de la princesa. La princesa, sentada ya,  desenrrolla el papel y comienza a leer con voz solemne:

 

“No quiero saber de amores

Que adornen bellos corales,

Pues siempre causan mis males

El coral y sus colores.

 

Breve pausa.

 

Tal vez en tiempos mejores,

Tal locura delirante

Me pareciera, al instante,

Tan preciada como el oro,

Pues es ilustre tesoro

Para el que se siente amante.

Y aquí yazgo yo, enojoso,

En los amores vencido,

Tras haberte conocido,

Flecha de amor silencioso.

 

Pausa.

 

Siempre diré quejumbroso

Mis llantos en rima varia,

Y al no escuchar mi plegaria,

Me verás dentro del cieno,

Si me llenas del veneno

De la amanita muscaria.

 

Mirada de complicidad entre la princesa y la doncella.

 

Y el caso de mi querella

Y mi llanto peregrino

Es ese fuego mezquino

Con que el amor me atropella.

 

La princesa suspira nuevamente.

 

Sensible a la imagen bella

De una mujer silenciosa,

Ella pudo ser la rosa

Coronada de claveles,

Reina de verdes laureles,

Emperatriz generosa.

 

A un gesto de la princesa, la doncella se acerca al fuego y lo atiza, sin dejar de escuchar.

 

Pero con fuertes desdenes

Vino Cupido a mis ojos,

Para llenarme de enojos,

Para arrancarme los bienes.

Heridas tengo las sienes

Y perdida la cabeza

De saber que no es firmeza

Firme alzar el sentimiento,

Pues hiere mi abatimiento

Y derrota mi nobleza”.

 

Dejando de leer.

 

Ay, qué galán tan inquieto,

De cual el alma recela,

Porque, con una espinela,

Me da muerte, en un soneto,

En un romance repleto

De los halagos más caros,

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Autor: Jose Ramon Muñiz Alvarez
10/11/2010
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