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"Lanceros del ocaso"

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Lanceros del ocaso
 
Para Gervasio Muñiz Muñiz
 
Soneto I
 
       Partió de nuevo el buque, y, como un beso,
Siguió su estela hermosa dolorido,
Un pensamiento triste ya advertido
Pues este viaje emprende sin regreso.
       De nuevo marca el rumbo, si travieso,
Parece alegre el viento que, encendido,
Las velas llena al fin y oye el sonido
Que causan, sin poder tenerlo preso.
       No volverá la nave que del puerto
Volver a recordar algo quisiera,
Mas sí será por todos recordado.
       Naufragará en el ancho desconcierto,
No ya de tantos años de costera,
Palacio a las espumas entregado.
 
Soneto II
 
       El puerto abandonó y un sol ligero
Lo vuelve a recordar, que, en su mirada,
Alumbra el mar, la magia ensortijada
Del ponto que esculpió su mar sincero.
       Dejó esta costa ya, viajó al lucero
Que, coralina, vierte la alborada,
Y en púrpura la enseña disfrazada
Nos muestra, al despertar al mundo entero.
       Será, entre algas y conchas, sin apuro,
Más larga que otras esta singladura
Buscando el fondo, siempre más oscuro.
       No lo verá la aurora, cuando, pura,
Sospechará su nombre, allí más puro,
Haciendo de su sueño una armadura.
 
Soneto III
 
       Será nieve la espuma que se crece
En un templo de furia, será hechizo,
Rumor será y un beso de granizo
Si no es silencio al fin, donde amanece.
       Será la timidez, cuando se mece
Callado entre los cielos e invernizo,
Un sol que, sobre mares, se deshizo,
Si no es la tarde débil que perece.
       Será tal vez el mar que, generoso,
Sus extensiones muestra y su belleza,
Eterno como el cielo y quejumbroso.
       Será el verso que, dicho con firmeza
El aire cortará cuando, alevoso,
Pronuncie un pensamiento de tristeza.
 
Soneto IV
 
       No quiso dar sus lágrimas al cielo
Que al sol dejó, con tímida prudencia
Llorar, desde su azul, aquella ausencia,
Cruzando el horizonte por su suelo.
       Acaso despertó mayor desvelo
La furia de los mares, su impaciencia,
Queriendo darle paz en la aquiescencia
De las profanidades de su suelo.
       Sonó una melodía contenida
Y en un adiós sin voz, junto a las olas,
Su voz cubrió una brava sacudida.
       Su espíritu, entre raras caracolas,
Reposo halló, ya lejos de la vida,
Donde la espuma teje sus cabriolas.
 
El crepúsculo
 
       Desnudó el tiempo dorado
Al crepúsculo, su hechizo,
Mezclando un cielo rojizo
Y un astro alegre y callado.
Deshizo el cielo el bordado,
Y, al declinar sin esmero,
Descansó el sol, su lucero
Durmió en paz donde, agitadas,
Las olas dibujó airadas
Sobre un extraño platero.
       Se hizo silencio y olvido
El rumor que, con las olas,
Ruido fue de caracolas,
Mansión, palacio dormido,
Y, en el cielo, malherido,
Valiente acaso y entero,
Cayó el sol y su sendero
Borraron, desenfrenadas,
Del mar las olas cansadas
Sobre un extraño platero.
       Dibujo fue en las alturas
Aquel potro desbocado
Cuyo rayo derrotado
Iluminó las llanuras,
Las frondas, las espesuras,
Y, renunciando a su fuero,
Dejó de arder con esmero
Y sus luces apagadas
Reflejó el mar, hechizadas,
Sobre un extraño platero.
       Sueño halló por los paisajes,
Sueño que, como oro viejo,
Ardió en un raro reflejo
Por recónditos parajes,
Y, harto ya de tantos viajes,
Inclinándose, sincero,
Sin luz quedó el mundo entero
Cuando se vieron doradas
Las estrellas embrujadas
Sobre un extraño platero.
 
Soneto V
 
       La espuma alegre revolvió en los mares
Aquel viento dichoso que bullía,
Mirando a un cielo azul donde solía
El sol vestir de ocaso sus altares.
       Las olas, con graciosos malabares,
Las olas agitaron cuando el día,
Perdido casi en sombra, renacía,
Tejiendo sus crepúsculos lunares.
       El sol cayó y, unida al pensamiento,
Quedaba la memoria lastimosa,
Aireada por las brisas, por el viento.
      Cuajó el cristal la sombra silenciosa,
Herido por la helada, cesó el viento,
La noche llegó triste y perezosa.
 
Soneto VI
 
       Halló el descanso, el sueño merecido,
La paz halló, la calma en un torrente,
Cruzando el mar, que, alzada de repente,
El horizonte mira en el olvido.
       Es mar su pecho, que, en el mar dormido,
El premio cobra en calma donde, hiriente,
La espuma salta y corre irreverente,
Como un sepulcro digno al ya vencido.
       El fondo es, sin embargo, ese remanso
Donde se viste el agua para el sueño,
Sus rizos disfrazando de descanso.
       Neptuno lo acogió y él es su dueño,
Que halló la paz en un palacio manso
Que el mar agita con más loco empeño.
 
Soneto VII
 
       El puerto dejó atrás y el mar abierto,
Como un aventurero entre las olas,
Buscó, y el sol que agita sus cabriolas,
Buscando otros lugares, otro puerto.
       Las velas desplegó por un desierto
Acuático de mares, donde, a solas,
Buscar en lo profundo caracolas
Pudiera el alma bajo un velo incierto.
       Al mar volvió, volvió al azul dormido,
El alma, la materia que, a la espera.
El fondo hallará bello y reposado.
       El puerto dejó atrás, viajó al olvido,
Las velas desplegó hacia otra costera
Donde acogió al ocaso el mar airado.
 
Soneto VIII
 
       Al mar tornó de nuevo el marinero,
Palacio de cristal donde, ya muerta,
La luz sorprende entre la espuma incierta
Que traza el sol que prende su sendero.
       La luz ardió del alba y un lucero
Los cielos alcanzó donde, despierta,
La voz de la mañana se concierta
Con mares de silencio traicionero.
     Ardió la tarde y luego su camino
Que el sol herido sigue, paso a paso,
Alegre hizo llegar a su destino.
      Ardió después la noche, y el ocaso,
Errante, silencioso y peregrino,
Su torre dejó al sueño con retraso.
 
Soneto IX
 
       No pudo consumir lo que la muerte
No quiso para sí el ardiente fuego,
Que el alma rescató de un reino ciego
Su espíritu fugaz, libre a su suerte.
       No pudo consumirlo, fue más fuerte
La sed de la ceniza, a cuyo ruego,
Lo vio navegar mares de sosiego
La calma que en los mares hoy se advierte.
       No pudo desatar de las espumas
El alma aquella llama que, encendida,
Con fuerza ardió, si no con tanto brío.
       Cruzar el mar podrá, volar las brumas,
Gozar la libertad más atrevida,
El aire atravesar a su albedrío.
 
Los corceles de la tarde
 
       Lucieron gran hermosura
Al recorrer viejos cielos
Los corceles de la tarde,
Que, en un torrente, ligeros,
Sobre cordales viajaron
Y extensos mares vencieron,
Enseñando su belleza
Del más claro y blanco acero.
       Les dio la aurora blancura,
Los hizo el ocaso verso
De corales encendidos,
Encendieron sus reflejos
Los paisajes al mirarlos
Sobre la altura del cielo,
La llamarada envidiando
De los potrillos traviesos.
       Corrieron la altura toda
Y la carrera vencieron
Para en púrpura vestirse,
Para enterrarse en el cieno,
En los velos que la noche,
Haciendo oscuro el silencio,
Y, dejando que, escondida,
Teja la helada sus hielos.
 
Soneto X
 
       La escarcha de su voz ecos extraños
Halló en el aire donde aquel hechizo
Su risa hizo volar como el granizo,
Herido del invierno de los años.
       Brotó alegre la fuente y en los caños
De su sonrisa el hielo se deshizo,
Y luego buscó el mar en cuyo rizo
De espumas recibiera tantos daños.
       Susurran hoy del viejo marinero
Las olas mil canciones en las calas;
Del sol las canta en tierra su lucero.
       La aurora y el ocaso con sus galas
Nos pintan su perfil, el cielo entero,
Que quiere a las espumas dar sus alas.
 
Soneto XI
 
       La herida en hielo ardió y la luz cobarde
Que en verso alzó los mares que retrata,
El ponto amó, por donde se dilata
La llama de la altura donde aún arde.
       Fue el fuego de un torrente aquella tarde
El que imprimió la luz bordada en plata,
Un sol que tejió el cielo de escarlata,
Reflejo en que cuajó con vano alarde.
        La costa el sol miró, que, vagabundo,
Al declinar, un pájaro sin plumas,
Aquel bajel halló de mundo a mundo.
       Las olas se encresparon, las espumas,
Los besos de la brisa, y, moribundo,
Dejó un rayo de sol sobre las brumas.
 
Soneto XII
 
       Llegó a puerto el coral que se encendía,
Antorcha al despertar de la alborada
Que el cielo rompe, siempre alborotada.
Como un lucero hermoso con el día.
       La noche un velo trajo en que dormía,
Donde dejó la paz la brisa helada,
La luz de las estrellas reposada
Que el alba con su nueva luz rompía.
       Siguió la vida, en fin, y nuevos soles
Traerán los ciclos a adornar el cielo,
Que vestirán de nuevo su blancura.
        Allí hallaremos nuevos arreboles,
Memoria allá en los mares y un consuelo,
Sabiendo que lo abraza el agua pura.
 
2008 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Tercera parte: "Los lanceros del ocaso"
Todos los derechos reservados por el autor.
 
José Ramón Muñiz Álvarez
(Breve reseña)
 
José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispanica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía. Es autor de varios libros, de los cuales ya ha dado a conocer "Las campanas de la muerte", aunque en una tirada modesta.
"Las campanas de la muerte" es una obra que consta de tres poemarios:
 
1-. "Arqueros del alba", dedicado a su abuela materna, Dolores Menéndez López.
 
2-. "Ballesteros de la tarde", dedicado a la abuela paterna, Pilar Muñiz Muñiz.
 
3-. "Lanceros del ocaso", dedicado a uno de sus tíos: Gervasio.
 
El poemario demuestra el extraordinario vínculo del poeta con sus abuelas, en un momento delicado: el del fallecimiento de las mismas. Es indicativo que el libro se escribiese en tres tandas, las dos últimas muy seguidas. Las partes del libro datan de diciembre de 2005 a enero de 2006, primavera verano de 2007 y enero de 2008.
En este tipo de poesía se recurre a las estrofas más tradicionales, con dos únicas excepciones de verso libre. Además de un romance, las demás estrofas son silvas blancas, espinelas y, sobre todo, sonetos.

Fuente: "Lanceros del ocaso"
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Autor: Jose Ramon Muñiz Alvarez
03/11/2010
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