El ser humano es competitivo por naturaleza. Compite por su espacio vital, por donde se crían los mejores mamuts o se recogen las mejores bayas, para criar mejor a su prole y garantizar que sus genes sobrevivirán una generación más. Al mismo tiempo crea juguetes a su imagen y semejanza, que reproducen su visión del mundo, y como tales, las empresas tienden a actuar con esa voraz ansia predadora de sus congéneres.
El carácter gregario del ser humano, argumento que muchos esgrimen para justificar la solidaridad, es únicamente, desde el punto de vista de la psicología evolutiva (y ruego mil disculpas por la frasecita) un “postergamiento de la necesidad dominativa a favor de los beneficios de una supervivencia simbiótica”.
Es decir, se supedita la necesidad de control exclusivo de los recursos a la obtención de los beneficios que reporta la convivencia con otros seres humanos en términos de probabilidades de supervivencia: lo que se pierde por un lado se gana, aumentado, por otro, de manera que el balance es favorable a la sociedad gregaria.
Pero el instinto, la necesidad de dominación, no ha muerto, y aquí se hacen palpables ciertas variaciones sexuales. Veinte rudos hombres cavernícolas cazarán un mamut con menor probabilidad individual de ser aplastados que uno solo, pero si uno de ellos tuviera la capacidad de hacerlo con el mismo riesgo no cabe ninguna duda de que a los otros diecinueve les iban a dar bambú.
Puede buscarse una explicación evolutiva en términos de “guerras de esperma”: cuantos más machos existan menor probabilidad de apareamiento y, por tanto, menor probabilidad de transmisión genética. Desde el punto de vista masculino se impone, pues, eliminar a los restantes machos a la menor de cambio, de ahí el origen de la depredación intraespecie.
Desde el punto de vista femenino, sin embargo, y por seguir con psicología evolutiva, la cuestión se reduce, exclusivamente, a la existencia de un único macho, ya que, como gestantes, asegurarán la transmisión de sus genes. Las probabilidades de supervivencia de su cría se incrementarán en la medida en que ésta cuente con los genes del macho más apto: aquel que ha eliminado –o dominado- a los demás. La misión evolutiva de la hembra no es, pues, competir para dominar, sino incentivar la competencia para hacerse con los servicios del vencedor.
¿Dónde queda, pues, el origen de la solidaridad?
Una mayor colonia de hembras atrae a un mayor número de machos e incrementa, pues, la probabilidad de conseguir el macho más apto. Así las hembras ayudan a la supervivencia de otras hembras de su mismo grupo. Evolutivamente el balance en términos globales de la solidaridad intrasexual femenina es, pues, positivo.
Al final, dado que eliminar a los demás machos predadores repercute negativamente en la supervivencia, se les permite vivir, pero bajo el dominio del macho dominante, el “espalda plateada”. Y desde el punto de vista femenino, una vez conseguido el objetivo principal de atraer a los mejores machos, se genera un peligro secundario para la cría propia, que es la competencia futura que tendrá con los otros descendientes del macho dominante (que tienen, al menos, la mitad de sus genes de buena calidad), por lo que concentran sus esfuerzos en el dominio del dominador, es decir, establecen una competencia intrasexual en la que algunos quieren ver el origen de la fidelidad. Los restantes machos y hembras competirán por los objetivos “secundarios”. Y así sucede por regla general: los guapos se llevan a las guapas, y los feos a las feas.
El origen evolutivo de la solidaridad, pues, podría ser femenino.
[espacio reservado para que los/las feministas/tos se feliciten y arrepientan de sus exabruptos anteriores]
Pero siempre como herramienta que oculta la competencia por un bien superior.
[a estas alturas, que los/las feministas/tos hagan lo que les dé la gana]
Eso, si asumimos los postulados de la psicología evolutiva, otro de los cuales dice que “el que tuvo, retuvo”, de manera que entendería que el sentimiento de solidaridad actual no deja de ser un residuo de aquella era, transmitido a través de nuestra parte femenina.
Si seguimos por ese camino acabaremos por establecer que la solidaridad es la forma de los humanos de civilizados (quiero decir, desde Mesopotamia hasta ahora) de manifestar la tensión existente entre nuestra programación que nos lleva a matar a todos los de nuestro mismo sexo, y nuestra necesidad de supervivencia de mantenerlos con vida.
Para los que creemos, sin embargo, que existe un alma humana (lo que no contradice, en absoluto, lo anterior), la solidaridad, cualquier muestra de solidaridad, es la prueba de que en el fondo, todos sentimos el hálito de Dios que habita en nuestro interior.
[espacio reservado para que los agnósticos se solidaricen con las/los feministas/tos]
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